la gema del poder

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anonymus

La Joya de París Capítulo 1: El Encuentro en el Marais El sol de septiembre bañaba las calles empedradas del Marais cuando Ximena se detuvo frente a la pequeña vitrina. Había salido del hotel George V esa mañana con la intención de comprar algo especial para Trinidad —su hija menor siempre esperaba un regalo de sus viajes de trabajo—, pero algo en aquella tienda la hizo detenerse. "Antiquités & Curiosités", rezaba el letrero descolorido sobre la puerta. No era el tipo de lugar donde normalmente entraría. Ximena prefería las boutiques ordenadas de la Rue Saint- Honoré, donde todo tenía su precio claramente marcado y las vendedoras hablaban un inglés impecable. Pero allí estaba, empujando la pesada puerta de madera que chirrió como en las películas francesas que veía con Rodrigo los domingos. El interior olía a incienso y tiempo. Un hombre mayor, con anteojos de media luna, la miró desde detrás del mostrador sin decir palabra. Ximena sintió la necesidad inmediata de explicarse —ese impulso tan suyo de justificar cada acción—, pero se contuvo. Después de todo, estaba en París. Podía permitirse ser un poco menos... ella. Recorrió las vitrinas con dedos cautelosos, rozando apenas el cristal. Camafeos victorianos, relojes de bolsillo oxidados, daguerrotipos de personas que ya no existían. Y entonces la vio. Era un colgante. No, eso era simplificar demasiado. Era el colgante. Una piedra ovalada del color del vino tinto cuando lo sostienes contra la luz, engarzada en lo que parecía ser plata antigua.

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Pero lo extraordinario no era su apariencia —Ximena había visto joyas más impresionantes en las cenas de gala de la empresa—, sino la forma en que parecía latir. Como si tuviera pulso propio. "Ah, vous avez bon goût", murmuró el anciano, apareciendo a su lado con una agilidad sorprendente. "Esta pieza es... especial." Ximena asintió, sin apartar la vista del colgante. "¿Cuánto cuesta?" El hombre sonrió, revelando dientes amarillentos. "Para usted, madame, trescientos euros. Es del siglo XVIII. Perteneció a una cortesana de Versalles, dicen. Une femme de pouvoir." Una mujer de poder. Ximena casi rió. Si supiera que lo más poderoso que había hecho últimamente era reorganizar el organigrama de Recursos Humanos. "Me lo llevo", dijo, sorprendiéndose a sí misma. El vuelo de regreso a Santiago fue largo pero sin incidentes. Ximena durmió la mayor parte del trayecto, con el colgante guardado cuidadosamente en su bolso de mano. Solo una vez, cuando la azafata le preguntó si deseaba algo más, Ximena notó que su propia voz sonaba ligeramente diferente al responder. Más profunda, quizás. O tal vez era solo su imaginación. Esa noche, mientras Rodrigo roncaba suavemente a su lado, sacó el colgante de su joyero y lo observó a la luz de la lámpara. La piedra parecía más oscura, casi negra, pero con destellos rojos que aparecían y desaparecían como señales de humo. "Qué tontería", murmuró, y se lo puso. El metal estaba tibio contra su piel, como si hubiera estado expuesto al sol. Se miró en el

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espejo del tocador. No se veía diferente. Seguía siendo ella: Ximena Zenteno, cuarenta y ocho años, con las mismas pecas que odiaba en la adolescencia y los ojos verde claro que Rodrigo decía que fueron lo primero que notó en aquella fiesta universitaria. Pero algo había cambiado. Lo supo al día siguiente en la oficina. Bernardita, su asistente eternamente distraída, había vuelto a dejar el café con leche cuando Ximena prefería cortado. "Bernardita", empezó Ximena con su tono habitual de paciencia forzada. Pero se detuvo. Había algo diferente en su garganta, una vibración esperando ser liberada. Como un instrumento recién afinado. La tentación era casi física. Podría, con solo modular su voz de cierta manera, asegurarse de que Bernardita nunca más olvidara su orden de café. La idea la asustó y la sedujo a partes iguales. "¿Sí, señora Zenteno?" Ximena dudó. Era solo café. Un experimento menor. Nadie saldría herido. "Me gustaría que a partir de ahora recuerdes", dijo, y dejó que esa nueva resonancia se deslizara en sus palabras como miel, "café cortado, sin azúcar, temperatura tibia." El efecto fue instantáneo. Los ojos de Bernardita se vidriaron por una fracción de segundo, luego asintió con una convicción que nunca había mostrado. "Por supuesto, señora Zenteno. Café cortado, sin azúcar, temperatura tibia. Lo recordaré siempre." Y Ximena supo, con una certeza que la estremeció, que así sería. Las manos le temblaron ligeramente cuando tomó la taza equivocada. ¿Qué había hecho?

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espejo del tocador. No se veía diferente. Seguía siendo ella: Ximena Zenteno, cuarenta y ocho años, con las mismas pecas que odiaba en la adolescencia y los ojos verde claro que Rodrigo decía que fueron lo primero que notó en aquella fiesta universitaria. Pero algo había cambiado. Lo supo al día siguiente en la oficina. Bernardita, su asistente eternamente distraída, había vuelto a dejar el café con leche cuando Ximena prefería cortado. "Bernardita", empezó Ximena con su tono habitual de paciencia forzada. Pero se detuvo. Había algo diferente en su garganta, una vibración esperando ser liberada. Como un instrumento recién afinado. La tentación era casi física. Podría, con solo modular su voz de cierta manera, asegurarse de que Bernardita nunca más olvidara su orden de café. La idea la asustó y la sedujo a partes iguales. "¿Sí, señora Zenteno?" Ximena dudó. Era solo café. Un experimento menor. Nadie saldría herido. "Me gustaría que a partir de ahora recuerdes", dijo, y dejó que esa nueva resonancia se deslizara en sus palabras como miel, "café cortado, sin azúcar, temperatura tibia." El efecto fue instantáneo. Los ojos de Bernardita se vidriaron por una fracción de segundo, luego asintió con una convicción que nunca había mostrado. "Por supuesto, señora Zenteno. Café cortado, sin azúcar, temperatura tibia. Lo recordaré siempre." Y Ximena supo, con una certeza que la estremeció, que así sería. Las manos le temblaron ligeramente cuando tomó la taza equivocada. ¿Qué había hecho?

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Durante la reunión de gerentes, ocurrió algo que la inquietó profundamente. Estaba presentando los nuevos lineamientos de evaluación de desempeño —un tema que normalmente generaba resistencia—, cuando Gustavo comenzó con sus usuales objeciones. "No veo cómo esto va a funcionar con los sindicatos", empezó, y Ximena sintió la frustración familiar subirle por la garganta. "Gustavo", dijo, y sin querer —o tal vez sí, nunca estaría segura— dejó que esa resonancia se filtrara en su voz. "Mirémoslo desde otro ángulo." El cambio en él fue sutil pero inconfundible. Su postura se relajó, su ceño se desfrució. "Tienes razón", dijo lentamente. "Podríamos... sí, podría funcionar." El resto de la reunión transcurrió en un silencio incómodo para Ximena. Había cruzado una línea, aunque nadie más pareciera notarlo. Gustavo apoyó la propuesta. Los demás, siguiendo su ejemplo, asintieron. Ximena tocó el colgante bajo su blusa. La piedra pulsaba tibia contra sus dedos. Esa tarde, necesitaba confirmar que no se estaba volviendo loca. Se acercó a Carmen, la recepcionista conocida por su mal humor crónico, con el pretexto de dejar unos documentos. Carmen la miró con su usual expresión agria. "¿Más papeleo?" Ximena respiró profundo. Solo una prueba pequeña. Algo inofensivo. "Carmen", dijo, y luego dudó. ¿Qué podía decirle que fuera una instrucción pero no demasiado invasiva? Su mente católica se rebeló contra la idea de ordenarle ser feliz o sonreír. Finalmente, optó por algo menor: "Tomate un momento para respirar profundo. Te hará bien." El efecto fue inmediato.

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Carmen inhaló profundamente, como si la idea acabara de ocurrírsele. Cuando exhaló, algo de la tensión en sus hombros pareció disiparse. "Tiene razón", dijo Carmen, sorprendida. "Me hacía falta." Ximena volvió a su oficina con el corazón acelerado y las manos temblando. No era su imaginación. Era real. Y la línea entre ayudar y manipular era más delgada de lo que había imaginado. Se sentó en su escritorio de vidrio y roble, mirando el skyline de Santiago a través del ventanal. Las torres de Costanera Center se alzaban contra el cielo despejado de primavera. Todo parecía normal. Cotidiano. Y sin embargo... Sacó su iPhone y comenzó a buscar en Google: "piedras antiguas Francia propiedades". Luego: "joya Versalles cortesana historia". Los resultados eran vagos, referencias a las joyas de María Antonieta, nada específico. Cambió el enfoque: "sugestión hipnosis voz". Esto la llevó a artículos sobre PNL y técnicas de persuasión. Interesante, pero no explicaba el colgante. Finalmente, casi con vergüenza, escribió: "joyas mágicas poder mental". Los resultados fueron predeciblemente esotéricos. Blogs de conspiración, tiendas de cristales new age. Cerró el navegador, frustrada. ¿Qué estoy haciendo?, se preguntó. Soy una profesional seria, no una adolescente buscando horóscopos. Y sin embargo, el colgante pulsaba tibio contra su pecho, innegablemente real. "Señora Zenteno", la voz de Bernardita a través del intercomunicador la sobresaltó. "Su marido está en la línea uno." Ximena se quedó mirando el intercomunicador. Podría pedirle a Bernardita que organizara los archivos. Sería tan fácil.

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Solo unas palabras con esa resonancia especial y todo estaría ordenado para fin de día. No, se reprendió. Eso sería... manipulación. Abuso de poder. "Gracias, Bernardita", respondió con voz deliberadamente normal. Ximena respiró profundo antes de contestar. "¿Rodrigo?" "Hola, mi amor. Solo llamaba para recordarte que hoy llego tarde. Reunión con los japoneses." "Ah, sí. Lo había olvidado." Mintió. Nunca olvidaba nada. "¿Está todo bien? Te escuchas... diferente." Ximena tocó el colgante. "Todo perfecto. Solo cansada del viaje." "Descansa. Te amo." "Yo también", respondió automáticamente, y colgó. Te escuchas diferente. ¿Sería posible que Rodrigo, después de veintitrés años de matrimonio, notara algo que ni ella misma podía definir? El resto del día transcurrió en una tensión extraña. Ximena se encontró midiendo cada palabra, temerosa de usar accidentalmente ese tono especial. En la reunión de la tarde con su equipo, optó por hablar lo menos posible, asintiendo más de lo habitual. "¿Te sientes bien?", le preguntó Marcela, su jefa de selección. "Estás muy callada." "Solo cansada del viaje", respondió Ximena, cuidando de mantener su voz plana, normal. La tentación estaba allí, por supuesto. Cuando Fernando comenzó con sus usuales objeciones al nuevo proceso de inducción, Ximena casi —casi— dejó que esa resonancia se colara en su voz. Pero se contuvo, apretando los labios y dejando que Marcela manejara la situación. Solo una vez más se permitió un pequeño experimento. Al salir, se topó con Manuel, el guardia del estacionamiento. "Buenas tardes, Manuel", dijo con su voz normal.

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"Tarde, señora", gruñó él como siempre, sin levantar la vista de su celular. Ximena se detuvo. Era ahora o nunca. Necesitaba una prueba definitiva, algo que Manuel jamás haría por voluntad propia. "Manuel", dijo, dejando que la resonancia fluyera suave pero clara, "guarda el celular y deséame que tenga una excelente tarde con mucho entusiasmo." El efecto fue instantáneo y casi cómico. Manuel guardó el teléfono en su bolsillo como un autómata, se enderezó en su silla y, con una sonrisa que parecía ajena en su rostro habitualmente hosco, exclamó: "¡Que tenga una excelente tarde, señora Zenteno! ¡Maravillosa, espléndida tarde!" Ximena casi suelta una carcajada nerviosa. Era tan absurdo, tan completamente fuera de personaje. Manuel parecía tan sorprendido como ella por sus propias palabras. "Eh... gracias, Manuel", logró decir antes de apresurarse hacia su auto, dejando al guardia mirándose las manos como si no fueran suyas. En el auto, con las manos temblando sobre el volante, Ximena se permitió procesar lo que acababa de pasar. No había sido su imaginación. El poder era real. Y acababa de hacer que el guardia más gruñón de Santiago la despidiera como un animador de circo. La risa histérica que había estado conteniendo finalmente escapó, mezclada con algo de horror. ¿En qué se estaba convirtiendo? Al llegar a casa, la encontró inusualmente silenciosa. Los niños estaban en sus actividades: Tomás en fútbol, Trinidad en ballet, Montserrat estudiando para su examen de matemáticas. La empleada había dejado la cena lista en el horno.

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Ximena se sirvió una copa de Carménère —el mismo color que la piedra— y salió a la terraza. El jardín estaba impecable, como siempre. Los jazmines que había plantado el año pasado comenzaban a florecer. Se quitó el colgante y lo sostuvo contra la luz del atardecer. Por un momento, creyó ver algo moverse dentro de la piedra. Un remolino de sombras, como humo atrapado en cristal. "¿Qué eres?", susurró. La piedra, por supuesto, no respondió. Pero Ximena podría jurar que se volvió un grado más cálida en su mano. Volvió a ponérselo y notó inmediatamente cómo su voz parecía adquirir esa cualidad especial. Como si el colgante fuera un amplificador de alguna frecuencia oculta en sus cuerdas vocales. Sin él, era solo Ximena. Con él, cada palabra podía ser una orden. Mañana investigaría más. Mañana buscaría respuestas racionales. Pero esta noche... Esta noche, cuando Rodrigo llegara a casa, tal vez probaría algo pequeño. Algo inocente. Solo para estar segura. Después de todo, ¿qué daño podría hacer un pequeño experimento entre esposos? Capítulo 2: El Experimento Conyugal Rodrigo llegó pasadas las diez, tal como había anticipado. Ximena lo escuchó dejar las llaves en el bowl de cerámica de la entrada —ese que habían comprado en su luna de miel en Barcelona— y suspirar con ese cansancio particular de las reuniones con clientes internacionales. Lo encontró en la cocina, aflojándose la corbata mientras revisaba el refrigerador. Veintitres años de matrimonio resumidos en esa imagen: Rodrigo, en su impecable traje gris, buscando

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Ximena se sirvió una copa de Carménère —el mismo color que la piedra— y salió a la terraza. El jardín estaba impecable, como siempre. Los jazmines que había plantado el año pasado comenzaban a florecer. Se quitó el colgante y lo sostuvo contra la luz del atardecer. Por un momento, creyó ver algo moverse dentro de la piedra. Un remolino de sombras, como humo atrapado en cristal. "¿Qué eres?", susurró. La piedra, por supuesto, no respondió. Pero Ximena podría jurar que se volvió un grado más cálida en su mano. Volvió a ponérselo y notó inmediatamente cómo su voz parecía adquirir esa cualidad especial. Como si el colgante fuera un amplificador de alguna frecuencia oculta en sus cuerdas vocales. Sin él, era solo Ximena. Con él, cada palabra podía ser una orden. Mañana investigaría más. Mañana buscaría respuestas racionales. Pero esta noche... Esta noche, cuando Rodrigo llegara a casa, tal vez probaría algo pequeño. Algo inocente. Solo para estar segura. Después de todo, ¿qué daño podría hacer un pequeño experimento entre esposos? Capítulo 2: El Experimento Conyugal Rodrigo llegó pasadas las diez, tal como había anticipado. Ximena lo escuchó dejar las llaves en el bowl de cerámica de la entrada —ese que habían comprado en su luna de miel en Barcelona— y suspirar con ese cansancio particular de las reuniones con clientes internacionales. Lo encontró en la cocina, aflojándose la corbata mientras revisaba el refrigerador. Veintitres años de matrimonio resumidos en esa imagen: Rodrigo, en su impecable traje gris, buscando

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las sobras de la cena como un adolescente hambriento. "Hay lasaña en el horno", dijo Ximena desde el umbral. Él se sobresaltó ligeramente, luego sonrió. "No te escuché llegar. ¿Cómo estuvo tu día?" "Interesante." Se acercó despacio, consciente del colgante bajo su blusa de satén negro. "¿Y los japoneses?" "Agotadores. Tres horas discutiendo márgenes de ganancia." Rodrigo sacó la lasaña y la puso en el microondas. "Pero cerramos el trato." "Qué bien, mi amor." Ximena se sentó en uno de los taburetes de la isla de cocina, estudiándolo. Rodrigo a los cincuenta y un años: las sienes plateadas que le daban un aire distinguido, los hombros anchos ligeramente encorvados por las horas frente al computador, las manos que conocía de memoria. "¿Quieres vino?", preguntó él. "Ya me serví una copa. Está en la terraza." Comieron en un silencio cómodo, de esos que solo se logran después de décadas compartiendo el mismo espacio. Ximena esperó hasta que él terminó el segundo vaso de vino para hacer su movimiento. "Rodrigo", dijo, modulando su voz como había hecho en la oficina. No, eso no estaba bien. Se detuvo, horrorizada consigo misma. ¿Iba a manipular a su propio marido? Respiró profundo y lo intentó de nuevo, esta vez con su voz normal. "¿Te acuerdas de cuando recién nos casamos?" Él la miró con curiosidad. "Por supuesto. ¿Por qué?" "Estaba pensando..." Dejó que sus dedos rozaran el dorso de su mano. Sin trucos. Sin resonancias especiales. Solo ellos. "Hace mucho que no... experimentamos."

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Los ojos de Rodrigo se oscurecieron ligeramente. Conocía esa mirada. "¿Experimentar?" Por un momento, Ximena consideró usar el poder del colgante. Sería tan fácil. Podría hacer que él la deseara con una intensidad que no habían compartido en años. Podría... No. Se inclinó y lo besó suavemente. Si iban a reconectarse, sería real o no sería. "Sí", susurró contra sus labios. "Como cuando probamos aquello en Viña del Mar. En el hotel." Sintió cómo se tensaba bajo sus manos. El recuerdo del hotel con vista al mar, la ventana abierta, la posibilidad de ser vistos. Nunca habían vuelto a hablar de eso. "Ximena..." La voz de Rodrigo sonaba cansada más que excitada. La frustración la invadió. Siempre era así últimamente. Ella intentando, él demasiado cansado, demasiado distraído. Y el colgante pulsaba contra su pecho, ofreciendo una solución. Solo un poco, se justificó. Solo para recuperar lo que teníamos. "Shhh." Se inclinó hasta que sus labios rozaron su oreja. El colgante cayó fuera de su blusa, pendiendo entre ellos como un péndulo de sangre. "Solo escúchame", dijo, y esta vez sí dejó que la resonancia fluyera. Y entonces ocurrió. Fue sutil al principio. La respiración de Rodrigo se volvió más profunda, más rítmica. Sus hombros se relajaron completamente bajo sus manos. Cuando giró la cabeza para mirarla, sus pupilas estaban dilatadas. "Dime qué quieres", susurró él, y había algo diferente en su voz. Una cualidad de entrega que Ximena nunca había escuchado antes. El poder la recorrió como electricidad.

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Podía sentirlo fluyendo desde la piedra, a través de su piel, hacia sus cuerdas vocales. Cada palabra que pronunciaba parecía envuelta en terciopelo y órdenes. "Quiero que subas al dormitorio", dijo lentamente. "Que te duches. Que me esperes." Rodrigo se levantó sin cuestionarlo. Ni siquiera esa sonrisa torcida que usualmente acompañaba sus juegos de seducción. Solo obediencia fluida, como si fuera lo más natural del mundo. Ximena esperó hasta escuchar el agua de la ducha antes de permitirse temblar. Se aferró al borde de la isla de cocina, el mármol frío bajo sus palmas. ¿Qué acababa de hacer? Había manipulado a Rodrigo. A su marido. Al hombre que había elegido amar sin condiciones. Las lágrimas le quemaron los ojos. Se suponía que ella era mejor que esto. Se suponía que tenía principios, ética, valores. Miró el colgante. Bajo la luz de la cocina, la piedra parecía latir con ritmo cardíaco, casi burlón. Detente, se ordenó. Sube y dile la verdad. Discúlpate. Pero mientras subía las escaleras, cada peldaño la llevaba más lejos de esa voz racional. La parte oscura de ella —esa que normalmente mantenía bajo siete llaves— susurraba justificaciones. Solo esta vez. Solo para recordar cómo era sentirse deseada. En el espejo del pasillo, vio su reflejo: mejillas sonrojadas, ojos brillantes, una versión de sí misma que había olvidado que existía. Encontró a Rodrigo sentado en el borde de la cama, con una toalla alrededor de la cintura. El vapor de la ducha había empañado ligeramente los vidrios.

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Podía sentirlo fluyendo desde la piedra, a través de su piel, hacia sus cuerdas vocales. Cada palabra que pronunciaba parecía envuelta en terciopelo y órdenes. "Quiero que subas al dormitorio", dijo lentamente. "Que te duches. Que me esperes." Rodrigo se levantó sin cuestionarlo. Ni siquiera esa sonrisa torcida que usualmente acompañaba sus juegos de seducción. Solo obediencia fluida, como si fuera lo más natural del mundo. Ximena esperó hasta escuchar el agua de la ducha antes de permitirse temblar. Se aferró al borde de la isla de cocina, el mármol frío bajo sus palmas. ¿Qué acababa de hacer? Había manipulado a Rodrigo. A su marido. Al hombre que había elegido amar sin condiciones. Las lágrimas le quemaron los ojos. Se suponía que ella era mejor que esto. Se suponía que tenía principios, ética, valores. Miró el colgante. Bajo la luz de la cocina, la piedra parecía latir con ritmo cardíaco, casi burlón. Detente, se ordenó. Sube y dile la verdad. Discúlpate. Pero mientras subía las escaleras, cada peldaño la llevaba más lejos de esa voz racional. La parte oscura de ella —esa que normalmente mantenía bajo siete llaves— susurraba justificaciones. Solo esta vez. Solo para recordar cómo era sentirse deseada. En el espejo del pasillo, vio su reflejo: mejillas sonrojadas, ojos brillantes, una versión de sí misma que había olvidado que existía. Encontró a Rodrigo sentado en el borde de la cama, con una toalla alrededor de la cintura. El vapor de la ducha había empañado ligeramente los vidrios.

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Lo miró y él levantó la vista, expectante. Esperando. "Ven aquí", dijo Ximena. Él obedeció inmediatamente, y ella tuvo que reprimir un jadeo. El poder era embriagador. Con cada palabra, podía moldear la realidad a su antojo. "Dime que me deseas", ordenó suavemente. "Te deseo", respondió Rodrigo, pero había algo raro en su tono. Como si estuviera leyendo un script. Ximena frunció el ceño. Esto no era exactamente la pasión desbordante que esperaba. Se suponía que debía ser como en las películas, no como... esto. "Ok, esto es extraño", dijo, alejándose un poco. "¿Rodrigo?" Él parpadeó varias veces. "¿Qué? Perdona, me quedé como en blanco por un momento." "Sí, me di cuenta", respondió Ximena, entre divertida y desconcertada. El poder funcionaba, pero aparentemente no era tan sutil como esperaba. "Es que estoy realmente agotado", admitió él, frotándose los ojos. "Los japoneses me exprimieron el cerebro." Ximena se quitó el colgante y lo dejó en la mesa de noche. Tal vez necesitaba practicar más antes de intentar algo tan... ambicioso. "Ven acá", dijo, haciéndole espacio en la cama. Rodrigo la miró con alivio evidente. "¿No te molesta? Sé que querías..." "Shh. Ya habrá tiempo", respondió, aunque por dentro se preguntaba si el colgante podría ayudar con eso también. Foco, Ximena. Una cosa a la vez. "¿Segura que estás bien? Desde que volviste de París estás... no sé. Diferente." Si supieras, pensó Ximena, acurrucándose contra su pecho. El olor familiar de su colonia, el latido constante de su corazón. Esto era real.

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Esto era lo que importaba. Pero incluso mientras se dejaba arrullar por la respiración de Rodrigo, podía sentir el colgante en la mesa de noche. Llamándola. Prometiendo poder, control, todo lo que una mujer de su edad supuestamente ya no podía tener. "Te amo", murmuró contra su pecho. "Y yo a ti", respondió él, besando su frente. Mientras Rodrigo se dormía con su respiración habitual de exhausto hombre de negocios, Ximena evaluaba la situación como la ejecutiva que era. El experimento había sido... instructivo. Claramente el colgante funcionaba, pero necesitaba refinamiento. Era como cualquier herramienta nueva: requería práctica. Sus dedos rozaron el colgante en la mesa de noche. La piedra seguía tibia, casi pulsante. No es que fuera a abusar del poder, se dijo. Solo necesitaba entender mejor cómo funcionaba. Por ejemplo, ¿duraban los efectos? ¿Había límites? ¿Funcionaba por teléfono? Las posibilidades en el contexto laboral eran... interesantes. Mañana, decidió con la misma determinación con que programaba sus reuniones, haré pruebas más sistemáticas. Después de todo, ¿qué mujer en su posición no aprovecharía una pequeña ventaja? En el mundo corporativo, cualquier edge competitivo era bienvenido. El colgante pareció brillar en la oscuridad, como aprobando su pragmatismo. París siempre traía las mejores sorpresas.

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